http://www.sinembargo.mx/opinion/25-06-2015/36199
Las disonancias cognitivas del Presidente
¿Por qué Peña Nieto cree que la
corrupción es parte de la naturaleza humana o de la cultura nacional? No
importa que ambas creencias sean excluyentes entre sí —si es cultural,
entonces es una creación social histórica, no parte de una naturaleza
que, en todo caso precedería a la cultura, pero explicarle esto al
presidente parece ya demasiado complicado—, lo relevante es que él
siente que se trata de una conducta compelida ya sea por los genes o por
los memes (en el sentido original de Dawkins, no en el coloquial de
imagen burlona), que no depende de la voluntad individual, sino que es
una fuerza rutinaria que no se puede resistir.
Todo indica que el presidente
sufre de una disonancia cognitiva: una tensión interna en su sistema de
ideas, creencias y emociones que lo lleva a mantener al mismo tiempo
dos pensamientos que están en conflicto, o que ha sido provocada por un
comportamiento que entra en conflicto con sus creencias originales, por
lo que ha desarrollado actitudes y creencias que le permiten compensar
la incomodidad que le producen algunas de sus conductas previas: si
incurrió en conflicto de intereses al beneficiarse de privilegios
ofrecidos por empresas a los que sus gobiernos les han otorgado obras y
contratos es porque lo condujo a ello su naturaleza o una cultura
heredada, no porque tomó conscientemente decisiones contrarias a los
valores éticos que deben regir la vida pública.
No me interesa hurgar más en
las profundidades de la sicología presidencial para desentrañar el
origen de sus actitudes y creencias justificatorias, aunque el de las
disonancias cognitivas sea un campo de estudio muy interesante, base
para la construcción una teoría explicativa de la conducta de los
actores sociales y sobre la consistencia entre actitudes, valores,
preferencias y decisiones. El despropósito de pretender que la
corrupción es una característica de la naturaleza humana y que ésta
puede ser domeñada desde el poder tiene mucho menos fundamento incluso
que la idea de que se trata de un fenómeno cultural, pero no importa
tanto cuál de las dos percepciones muestra mayor ignorancia. Lo
interesante ha sido observar cómo el presidente (y los autores de sus
discursos) han construido una justificación externa, de origen
ancestral, a los actos de los políticos de hoy.
Vale la pena, más allá de
las aportaciones teóricas de Peña Nieto al tema, tratar de entender el
fenómeno de la corrupción, tanto para evaluar sus costos sociales como
para intentar eliminarla de la vida pública, pues tampoco se trata de
un asunto meramente moral que pueda ser enfrentado gracias a la honradez
personal de un salvador de la patria como pretende López Obrador y
creen sus fieles seguidores. La corrupción ha formado parte de la
formación histórica del Estado “natural o de acceso limitado” mexicano,
para usar la terminología de Douglass C. North y sus coautores en el
notable libro Violence and Social Orders, publicado en 2009. De
acuerdo con esos autores, los estados naturales o de acceso limitado son
las formas históricamente predominantes de coordinación entre facciones
para reducir la violencia y permitir el intercambio económico, aunque
sólo distribuyen beneficios entre grupos reducidos de la sociedad; en
ese tipo de arreglos, la protección se distribuye a través de redes
clientelares y las relaciones personales constituyen el pegamento de la
cohesión social. En México, aunque los antecedentes de esta forma
estatal, con su correspondiente moral pública, pueden rastrearse hasta
los tiempos virreinales, fue durante el Porfiriato cuando alcanzó su
primera forma institucionalizada, mientras que la época clásica del
régimen del PRI representa la época de madurez de este arreglo.
El régimen porfiriano
desarrolló una burocracia nacional peculiar: un sistema de agentes
constituidos en intermediarios con capacidad para negociar
personalizadamente la desobediencia de la ley en sus ámbitos de
autoridad y con relativa autonomía para cobrar privadamente por sus
buenos oficios. La corrupción formaba parte de la relación del poder con
los diferentes grupos de la sociedad: se pagaba para usar la ley en
beneficio particular, mientras que era válido que los agentes del Estado
extorsionaran a los débiles y les aplicaran arbitrariamente la ley para
favorecer a aquellos que les pagaban directamente sus servicios.
Tanto la burocracia como las
fuerzas del orden —ejército, guardias rurales y policías— como los
jueces estaban al servicio de quien negociaba con las autoridades
formales —locales, estatales o federales, dependiendo del ámbito de
interés—, las cuales estaban organizadas de manera jerárquica como una
red piramidal de lealtad personales que tenían en el vértice al
Presidente de la República, el general Don Porfirio Díaz, árbitro final
de las disputas, garante de los pactos que mantenían bajo control la
violencia autónoma. Construido con base en un escrupuloso cumplimiento
de las formalidades de la ley, el Poder Judicial era esencialmente un
filtro legitimador de las decisiones distributivas del ejecutivo y de
sus decisiones en materia de justicia.
Las concreciones del
ejercicio de la autoridad y la manera en la que se ejecutaba la
legalidad generaron una manera de hacer las cosas que terminó por
institucionalizarse y creó una trayectoria de la que la sociedad
mexicana se volvería dependiente. Las diferentes organizaciones
reprodujeron una forma de relación con el poder político que no ha
terminado de ser sustituida por una relación claramente regulada por la
ley. Empresarios, inversores extranjeros, organizaciones gremiales,
comunidades campesinas de origen indígena, pueblos y hacendados
desarrollaron repertorios estratégicos de negociación con el Estado y
sus agentes que implicaban intercambio de protecciones particulares por
beneficios económicos o por apoyo político. La negociación tenía un
carácter personalizado y en el caso de las identidades colectivas, la
intermediación la hacían los caudillos o los caciques.
Si bien la Revolución
destruyó el orden porfiriano, cuando se reconstruyó el Estado se hizo
sobre la trayectoria institucional heredada y cuando se volvió a
alcanzar la estabilidad, de nuevo fueron las clientelas y las relaciones
personales la base para la distribución de las protecciones estatales.
Un arreglo de ese tipo tiende a beneficiar a grupos estrechos tanto en
lo político como en lo económico y produce necesariamente connivencia
entre los más ricos y quienes detentan el poder, con efectos
catastróficos sobre la distribución de la riqueza y sobre el crecimiento
sostenido.
La corrupción no es,
entonces, una tara genética de la naturaleza humana que deba ser domada
desde el Estado ni parte consubstancial a la idiosincrasia nacional. Es
resultado de la configuración institucional del Estado mexicano, un mal
de la esfera política, no de la sociedad. El lento proceso de cambio del
Estado de acceso limitado a un Estado de acceso abierto, donde sean las
leyes impersonales las que determinen las consecuencias distributivas
de las instituciones, no se ha completado en México. Desde luego que
habrá que darle el beneficio de la duda al recién creado sistema
nacional anticorrupción y a las nuevas reglas de transparencia, pero
mientras no se institucionalice efectivamente el orden jurídico como el
marco regulador de las relaciones sociales, con un sistema judicial
eficaz y una ejecución de la ley de carácter impersonal, nada habrá
realmente cambiado.